En el 45 Aniversario de la Pascua del P. Juan

En el 45 Aniversario de la Pascua del P. Juan

«Acordaos de vuestros guías, que os anunciaron la palabra de Dios, fijaos en el desenlace de su vida, e imitad su fe» (Hb 13, 7-9). Con estas palabras de la carta a los Hebreos nos disponemos a conmemorar, un año más, el 18 de julio, el dies natalis del P. Juan.

Acaban de traducir un libro de un autor italiano, Antonio María Sicari, que lleva por título Así mueren los santos. Cien relatos de vida y resurrección (Rialp, 2020). Recoge cien breves testimonios mostrando cómo la muerte no se improvisa, cómo es la consecución de una vida de fe, esperanza y caridad. «He narrado -dice Sicari- la muerte de muchos santos, pero todos ellos me han confirmado la verdad de esta antigua intuición cristiana: “Cuando muere un santo, es la muerte la que muere»».

El 18 de julio de 1975 dejó de latir, en la casa de Formación que las Siervas tienen en Madrid, el corazón de un sacerdote, apasionado de su vocación y apóstol del sacerdocio. Se cumplía de esta manera su sueño, repetido en el correr del último año: celebrar sus bodas de oro sacerdotales en el cielo. Se fue, como él había pedido: sin dar la lata y con las botas puestas. Como quien prevé un próximo desenlace, el P. Juan había entregado, poco antes, a sus hijas lo que podemos considerar un auténtico testamento: Mi Legado, un pequeño librito en el que recoge el por qué y la esencia de su ser Siervas Seglares de Jesucristo Sacerdote.

La salud del Siervo de Dios siempre había sido frágil; esta limitación no le impidió nunca el ejercicio heroico de su ministerio, nunca ahorró esfuerzos ni buscó excepciones. Quizás durante los últimos años la debilidad era más acusada. En la Cuaresma de 1974 aparecen con frecuencia en su Diario peticiones dirigidas al Señor para «llevar con paciencia las contradicciones y achaques» y «sufrir mi situación física con paciencia, unido a Jesús en la Pasión». Y un poco más adelante, ese mismo año, escribe: «Hoy me parece esperar la muerte con paz; no sé cómo reaccionaré en trance de muerte. Quisiera, como el justo, seguir con paz y alegremente ante la inminencia del encuentro con Dios. Es problema de fe y amor». Al conocer la muerte de San Josemaría Escrivá, en junio de 1975, comentó a la Sierva que lo acompañaba: «después voy yo. Ya no quedan Fundadores».

En ningún momento se encuentra en sus escritos, ni lo recuerda ninguna de las personas que convivieron más estrechamente con él, un ápice de miedo ante la muerte. «Sacerdos in aeternum», Sacerdote para siempre, sabía que la muerte es la ternura de un abrazo, el encuentro eterno con un Amor largamente perseguido. Del mismo modo que la vida se percibe como un largo caminar para esa morada definitiva.

A primeros de julio el Siervo de Dios se traslada a Aguarón (Zaragoza) para asistir, sin intervenir, a la Asamblea General del Instituto. «Fue recibido con gozo, pero todas las asambleístas quedaron impresionadas por el aspecto físico que tenía: era según expresión general, un cadáver andando». El 6 de julio sufrió un primer infarto, el médico confirmó su estado de extrema debilidad y la precariedad de un corazón gastado en los demás. Aún así, quiso permanecer junto a sus Hijas, las cuales le consultaban distintos aspectos que se debatían en la Asamblea. Sus respuestas eran cortas y claras, poniendo siempre de manifiesto la libertad de la que gozaban para tomar sus propias decisiones.

El 18 de julio, por la mañana, se volvió a repetir el infarto. «Todas las asambleístas corrimos a su habitación y comprendimos que le quedaban pocos momentos de vida. Él, al verse acompañado por un buen número de miembros de su amado Instituto, consciente como estaba nos dijo: ”Sed muy exigentes con vosotras mismas”. Esta fue la última frase de su testamento espiritual».

El médico recomendó su traslado a Madrid, donde murió aquella misma noche. La capilla ardiente se instaló en la Casa de Formación de las Siervas en la calle San Juan de Ávila. Fueron muchas las personas –sacerdotes, religiosos, laicos, sus hijas, las Siervas- que desfilaron por delante de sus restos, rezando y encomendándose a su intercesión. Se pasaban objetos piadosos por sus manos y se manifestaba el buen concepto que tenían de aquel sacerdote que había muerto «exprimido como un limón».

En aquel mismo lugar –hoy convertido en Cenáculo sacerdotal– se conserva su sepulcro; lugar de oración y reflexión. La sencilla lápida que cubre su tumba es una invitación para todas las almas sacerdotales a rezar y ofrecerse por la santidad de los sacerdotes. Este próximo 18 de julio es una buena ocasión para encomendar muchas intenciones a la intercesión del Siervo de Dios, esperando que pronto la Iglesia lo ponga como modelo e intercesor seguro.

Fernando del Moral Acha
Sacerdote de la diócesis de Madrid

DÍPTICO   ANIVERSARIO   FALLECIMIENTO   DEL   P.   JUAN

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