ESPIRITUALIDAD

Tres pasiones fueron las que marcaron la existencia del padre Juan, las mismas que han marcado y marcan hoy el presente esperanzado del Instituto: pasión por Jesucristo sacerdote, pasión por la extensión del Reino desde el ministerio y pasión por la persona del sacerdote.

Pasión por Jesucristo sacerdote

Para el padre Juan, la pasión por Jesucristo sacerdote es la pasión por Dios trascendente que se hace presente en la historia de forma real y concreta en la persona de su Hijo; no en vano, Jesucristo sacerdote es Dios mismo, el cual se ha querido hacer hombre haciéndose pequeño: niño en brazos de una mujer. Él ha elegido el descenso, el abajamiento, el despojo (cf. Flp 2, 6-11)

Es el Dios hecho hombre que camina por Galilea anunciando el Reino, acercándose a sus contemporáneos, y de manera especial a los enfermos, a las viudas, a los pobres; que mira con misericordia, que tiene entrañas de ternura y lágrimas en los ojos ante el dolor humano.

Es el Dios hecho hombre que comienza su ministerio formando una pequeña fraternidad de discípulos, sus amigos, a los que ama e instruye con infinita paciencia; es el Maestro querido, pero incomprendido y traicionado por los suyos, que se mantiene siempre en la dinámica del amor que salva, que no se aleja del proyecto salvador del Padre.

Es el Dios hecho hombre que no respondió con la violencia a la violencia, que rompió el círculo del odio, la injusticia y el desamor con su muerte aceptada y con la fuerza de la resurrección.

Es el Pastor y Maestro que continúa presente en la historia de «forma sacramental» por la fuerza del Espíritu.

De esta pasión por Jesucristo sacerdote surge en el padre Juan su vivencia del ministerio y su deseo de fundar el Instituto de «Siervas Seglares de Jesucristo Sacerdote». Ser sacerdote es ser como Jesús; es vivir como el Maestro, amar el proyecto del Reino, dar la vida por Él. En palabras del padre Juan: «Mi vivir es Cristo… Poseer a Jesús, en tal medida, con tal intensidad, de manera tan consciente y familiar, que viva con Él, y de Jesús a las almas y de las almas a Jesús«.

Pasión por el sacerdocio ministerial, al servicio del sacerdocio común

De la pasión por Jesucristo sacerdote surge en él la pasión por el sacerdocio ministerial al servicio de todas las vocaciones en la Iglesia, y éstas al servicio de toda la humanidad. El ideal es grande, la misión extraordinaria: continuar el proyecto salvífico de Dios, el proyecto del Reino que Jesucristo hizo presente y realizó con obras y palabras.

Urge continuar la misión, ejercer la mediación, ser agentes de reconciliación, convocar, acompañar, santificar.

¿Cómo hacerlo? ¿Con teorías?, ¿con buenas palabras?, ¿con…? Dice el padre Juan: «Mi empresa, ser sacerdote santo, para formar sacerdotes santos y ayudar a los sacerdotes a que sean más santos. Esto lo exige todo. Todo lo que Jesús quiera de mí lo reclama empresa tan gloriosa como ardua».

La extensión del Reino requiere santidad y entrega; en primer lugar, de todos los creyentes, pues todos estamos llamados a la santidad. Para animar esta vocación se requiere, en segundo lugar, que los llamados al ministerio se tomen en serio la santidad. Esta no es algo rancio y pasado de moda, sino coherencia de vida, apertura al Espíritu, testimonio de una fe probada y madura que espera contra toda esperanza, de alguien que puede caminar en medio de la oscuridad, que sabe dar luz en medio de las tinieblas, que no quiebra la caña cascada ni apaga el pábilo vacilante.

El padre Juan siente a todos los sacerdotes sus amigos, y en ellos ve palpitar a toda la Iglesia; vislumbra cómo llega el evangelio a tantos y tantos lugares, cómo el Reino se hace presente, cómo crecen y se multiplican carismas evangelizadores entre los laicos, cómo crece el número de consagrados, en definitiva, cómo el Pueblo de Dios sigue caminando en la historia como signo entre las naciones. De aquí el lema que le acompañó durante su vida: «Todo por los elegidos para que sean santificados» (Jn 17, 19-20). Ideal que llenó cada instante de su existencia y que nos legó a todas las Siervas, sabiendo que «no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13)

Pasión por el hombre sacerdote

Pasión por el hombre sacerdote, por la persona del sacerdote: esté sano o enfermo, sea joven o mayor. El padre Juan tiene ojos para ver detrás del ejercicio ministerial de los sacerdotes a las personas concretas que encarnan el ministerio. Sabe muy bien que llevan un tesoro en vasijas de barro, y él, el padre Juan, ama también las vasijas. El sacerdote es hombre de Dios, «tocado» por el misterio, pero al fin y al cabo hombre.

Estableciendo un paralelismo con la vida del Señor Jesús, encontramos al sacerdote en Belén cuando vive situaciones elegidas y queridas de pobreza, humillación, entrega, encarnación. Lo encontramos caminando por Galilea cuando anuncia el Reino con sus obras y palabras. Lo encontramos en situaciones de cruz como consecuencia de su vida entregada, que, por asumida y querida, no es menos dolorosa y pesada. Lo encontramos en la experiencia de la resurrección cuando espera contra toda esperanza y continúa su tarea evangelizadora viviendo con la profunda alegría del que sabe que la auténtica vida es darse sin esperar nada a cambio.

El padre Juan se sentía y era amigo de todos los sacerdotes, sabía estar cerca de ellos y les brindaba su apoyo en todos los momentos, sobre todo en los más duros. Comprendía cada situación y valoraba en su justa medida cada respuesta positiva o negativa. Además, tenía muy claro que hay que cuidar, mimar, proteger la vasija de barro: «Saber escuchar, Aconsejar con sinceridad, bondad y fortaleza. Aumentar la fuerza, decisión y celo».

Purificación Conde López